Programas nucleares y Financiamiento con criptoactivos a la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva (FPADM): la ceguera regulatoria que podría costarnos caro

Los países sancionados y organizaciones no estatales armadas ya se mueven en blockchain, contratos inteligentes, stablecoins con liquidez global y sin fronteras, lo que incrementa el reto para los reguladores ante las nuevas amenazas

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En las últimas semanas, el mundo ha sido testigo de una nueva escalada de tensión entre Irán, Israel y Estados Unidos. Los ataques coordinados, las amenazas cruzadas y la reactivación de alianzas estratégicas en Medio Oriente han reavivado el temor a una confrontación de mayor alcance, con implicaciones nucleares o balísticas cada vez más tangibles. Sin embargo, entre las declaraciones diplomáticas y los movimientos militares, hay una dimensión del conflicto que ha pasado casi desapercibida: El financiamiento. Más aún, el financiamiento a través de vías no convencionales, particularmente mediante criptoactivos o activos digitales. Mientras se multiplican las alertas sobre armamento, enriquecimiento de uranio y defensa antimisiles, pocos analistas están poniendo atención a cómo se movilizan los recursos que hacen posible esa carrera armamentista y menos aún están cuestionando por qué los sistemas internacionales de control financiero, diseñados supuestamente para prevenir estos escenarios, han sido tan lentos, pasivos y estructuralmente ciegos ante esta amenaza emergente.

El uso de criptoactivos por parte de países sancionados, organizaciones no estatales armadas y redes de rearme encubierto no es nuevo. Lo que resulta alarmante es la persistente falta de respuesta efectiva por parte de organismos multilaterales, unidades de inteligencia financiera y estructuras de cumplimiento corporativo. El fenómeno del Financiamiento a la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva (FPADM) ya se mueve en blockchain, contratos inteligentes, stablecoins con liquidez global y sin fronteras. El silencio institucional frente a esto no puede seguir justificándose por desconocimiento técnico ni por falta de evidencia. Estamos, en efecto, ante una forma de rearme invisible y el problema ya no es que no sepamos cómo funciona, es que todavía no hay voluntad suficiente para enfrentarlo.

Durante años, los organismos multilaterales y los Oficiales de Cumplimiento han desempeñado un papel protagónico en la arquitectura global de prevención del lavado de dinero y financiamiento al terrorismo. Sin embargo, frente al fenómeno creciente del FPADM mediante criptoactivos, su respuesta ha sido, en el mejor de los casos, marginal. El tema aparece en informes, documentos de posición y ejercicios de tipologías pero rara vez se traduce en líneas de acción concretas, capacidades operativas o indicadores de riesgo adaptados a esta nueva realidad. Existe una distancia preocupante entre el discurso institucional y la capacidad real de detección y contención. En muchos países, las matrices de riesgo no incluyen siquiera categorías relacionadas con criptoactivos en contextos de rearme. En otros, las autoridades se limitan a replicar normativas generales sin comprender las dinámicas técnicas de las operaciones on-chain, los esquemas de triangulación con stablecoins, o la velocidad con que actores hostiles se adaptan al entorno descentralizado. 

Lo más alarmante es que, pese a la evidencia disponible, la mayoría de los marcos normativos siguen pensando en el terrorismo y la proliferación como fenómenos bancarios o estructurados en torno a cuentas offshore. En la práctica, estamos ante una mutación del fenómeno: ahora son redes distribuidas, operando en protocolos abiertos, con la capacidad de mover valor en tiempo real entre actores geopolíticamente adversos, sin dejar huella tangible en el sistema financiero formal.

Esta ceguera estratégica —involuntaria o institucionalizada— plantea un riesgo creciente y no porque los criptoactivos sean el problema, sino porque quienes deberían anticipar sus usos indebidos no están mirando en la dirección correcta. Y si los sistemas de cumplimiento siguen pensados únicamente para detectar transacciones convencionales, ignorando las redes paralelas que ya existen en la blockchain, será solo cuestión de tiempo para que las armas del futuro no se financien con cuentas bancarias, sino con tokens silenciosos, en contratos inteligentes que nadie revisó a tiempo.

En las últimas décadas, los esfuerzos internacionales para prevenir la PADM, se han centrado en mecanismos diplomáticos, marcos jurídicos y sanciones económicas; sin embargo, la aparición de nuevas tecnologías financieras, en particular, los criptoactivos, ha introducido dinámicas inesperadas que requieren atención urgente y especializada. No se trata de cuestionar la legitimidad o el potencial transformador de estas herramientas que han demostrado ser valiosas en contextos de inclusión financiera, trazabilidad de activos y eficiencia transaccional, sino de comprender como su estructura técnica, si no está sujeta a marcos regulatorios sólidos y cooperación internacional, puede ser aprovechada por actores que buscan eludir las restricciones impuestas por el sistema financiero tradicional. En ese sentido, la discusión sobre criptoactivos y seguridad internacional, no debe plantearse en términos de alarma, sino de análisis profundo y responsabilidad compartida.

Uno de los casos más representativos de esta complejidad es el de la República Islámica de Irán. A partir de 2020, el gobierno iraní autorizó legalmente la minería de Bitcoin con el objetivo de utilizar parte de la producción local para financiar importaciones estratégicas. Esta política, en principio orientada a aliviar las restricciones impuestas por el régimen de sanciones internacionales, fue concebida como una alternativa legítima frente a la exclusión del sistema SWIFT y a la imposibilidad de acceder a reservas en divisas extranjeras. Sin embargo, informes del Cambridge Center for Alternative Finance estiman que Irán ha llegado a contribuir hasta con un 7% del poder computacional global de la red de Bitcoin en ciertos periodos, generando decenas de millones de dólares anuales en activos digitales. La preocupación de la comunidad internacional no radica en el uso en sí de criptoactivos, sino en la posibilidad de que estos fondos se canalicen hacia adquisiciones con uso dual, como componentes electrónicos, sistemas de vacío o sensores de radiación que puedan emplearse en programas nucleares o balísticos fuera del escrutinio de los organismos multilaterales.

El caso norcoreano plantea una dimensión distinta pero igualmente ilustrativa a diferencia de Irán, donde el estado opera con cierta visibilidad. El régimen de Pyongyang ha adoptado por una estrategia completamente encubierta, sustentada en operaciones cibernéticos especializadas. Diversos informes del Panel de Expertos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas señalan que Corea del Norte ha financiado parte significativa de su programa de armas nucleares mediante el hackeo y la sustracción sistemática de criptoactivos. El grupo Lazarus, vinculado directamente al aparato de inteligencia del Estado, ha sido responsabilizado por múltiples ataques de alto impacto, incluyendo el de la red Ronin de Axie Infinity, en el que se extrajeron más de 600 millones de dólares en Ethereum y USDC. Estas operaciones no se limitan al robo, sino que incluyen sofisticados, esquemas de lavado mediante mezcladores (mixers), conversión a monedas estables y posterior. Utilización en plataformas fuera del control regulatorio. La dificultad para rastrear y recuperar estos fondos reside, no tanto en la opacidad de la tecnología, sino en la fragmentación regulatoria internacional y la falta de interoperabilidad entre sistemas de vigilancia financiera. En consecuencia, Corea del Norte ha logrado construir una economía paralela, capaz de financiar armamento estratégico con activos digitales, sin recurrir a las rutas convencionales del financiamiento ilícito.

En el plano regional, las organizaciones no estatales con respaldo estatal, como Hezbollah en Líbano y Hamás en la franja de Gaza, han desarrollado mecanismos financieros que incluyen el uso de criptoactivos para sortear los bloqueos al sistema bancario formal. Informes elaborados por TRM Labs y Chainalysis muestran que, en los últimos años, estas agrupaciones han incrementado el uso de wallets cripto para recibir donaciones, realizar pagos y financiar actividades operativas, especialmente tras episodios de escalada militar con Israel en octubre de 2023, días después del ataque coordinado de Hamás, se detectaron movimientos por más de 90 direcciones digitales activas vinculadas a entidades alineadas con sus intereses. 

Los flujos incluyan USDT, BTC y otras monedas estables que eran canalizadas a través de exchanges en Turquía y Líbano, plataformas peer-to-peer y mezcladores descentralizados que dificulta la trazabilidad. En este ecosistema, el control estatal o institucional queda relegado: las transacciones se fragmentan, se diluyen entre miles de bloques y se dispersan en jurisdicciones que carecen de capacidad o voluntad para colaborar con la persecución de operaciones sensibles. El conflicto entre Irán, Israel y Estados Unidos, amplifica esta dinámicas: mientras Irán actúa como respaldo estratégico y financiero, los activos digitales facilitan una forma de financiamiento proxy, que opera sin rutas físicas ni firmas bancarias. Esta arquitectura alternativa no se apoya en la ilegalidad de la tecnología, sino en su neutralidad estructural y es justamente esa neutralidad, la que requiere ser acompañada de una gobernanza global más eficaz.

El problema no radica en la existencia de los criptoactivos, sino en la ausencia de un andamiaje normativo internacional que articule su uso con los compromisos globales de seguridad. Aunque existen esfuerzos importantes como las recomendaciones del Grupo de Acción Financiera Internacional GAFI, su aplicación sigue siendo fragmentaria y, en muchos casos voluntarias. 

La llamada Travel Rule, que exije los Proveedores de Servicios de Activos Virtuales (VASP) identificar y reportar al remitente y destinatario de transferencia superiores a cierto umbral, enfrenta múltiples obstáculos: diferencias de implementación entre países, ausencia de infraestructura tecnológica en plataformas de centralizadas y resistencia por parte de ciertos actores del ecosistema que consideran estas medidas una amenaza a la privacidad. Esta disparidad ha creado un vacío funcional que es aprovechado por redes de financiamiento a la proliferación: cuando una jurisdicción aplica controles estrictos, las operaciones se desplazan hacia otras más permisivas generando un efecto de arbitraje normativo que debilita la eficacia de las medidas. 

La descentralización técnica de la infraestructura no implica necesariamente descentralización legal, pero sin cooperación internacional, ese principio se convierte en una ficción. Y mientras los sistemas nacionales deben sobre irregular, prohibir o aceptar los criptoactivos, los actores que operan al margen con fines políticos, militares o estratégicos, aprovechan la falta de coordinación para moverse con rapidez y discreción.

La ausencia de una gobernanza global efectiva en torno al uso de criptoactivos en contextos de alto riesgo, no sólo compromete la capacidad de prevención financiera, sino que erosiona la legitimidad de los propios instrumentos multilaterales. 

Si las sanciones internacionales pueden ser eludidas mediante transacciones no rastreadas; si los embargos pierden eficacia por la existencia de canales alternativos de pago sin intermediarios; y si las transferencias de valor, con fines militares o estratégicos, no pueden ser detectadas, ni fiscalizadas en tiempo real, entonces el andamiaje de acuerdos como el tratado de No Proliferación Nuclear TNP o la convención sobre armas biológicas, pierde una parte significativa de su capacidad coercitiva. En otras palabras, mantener sin regulación una infraestructura financiera capaz de facilitar la adquisición de componentes de uso dual o de financiar programas armamentistas a través de redes distribuidas, equivale a socavar desde dentro los mecanismos construidos durante décadas para garantizar la paz estratégica. El dilema no está en la existencia de la tecnología blockchain, sino en la ausencia de reglas que orienta en su uso hacia objetivos legítimos. 

De continuar esta tendencia, el sistema internacional podría enfrentar un escenario donde las capacidades de disuación y contención que tradicionalmente se basaban en el control de recursos, conocimiento y canales de financiamiento resultan obsoletas frente a nuevas formas de rearme encubierto mucho más difíciles de interceptar.

Frente a este panorama, urge construir una agenda internacional que supere el enfoque reactivo y se comprometa con una visión integral del fenómeno. Esta agenda no puede limitarse a sancionar direcciones o clausurar mezcladores; debe ir más allá de las medidas fragmentadas y apostar por una arquitectura de gobernanza digital, orientada a la seguridad estratégica sin comprometer la innovación. 

Para ello, se requiere primero, una convergencia regulatoria mínima entre jurisdicción clave que permita cerrar los vacíos legales que hoy posibilitan el arbitraje normativo. En segundo lugar, es necesario fomentar la cooperación público privada entre estados, organismos multilaterales y actores del ecosistema cripto como exchanges, desarrolladores de protocolos y empresas de análisis blockchain para construir mecanismos de alerta temprana, detección de patrones inusuales y trazabilidad de flujos sensibles. Tercero, resulta clave fortalecer las capacidades de inteligencia, financiera, especializada, incluyendo entrenamiento, técnico, sobre cómo los criptoactivos pueden ser empleados en esquemas de pasión, triangulación y rearme encubierto. 

Finalmente, debe abrirse un espacio de reflexión institucional que involucre al Consejo de Seguridad de la ONU, al GAFI, a la OEA y a foros regionales para actualizar los estándares multilaterales en materia de no proliferación y financiamiento ilícito, incorporando explícitamente los riesgos emergentes asociados al ecosistema cripto. No se trata de frenar la tecnología, sino de dotarla de un marco normativo justo, interoperable y compatible con la seguridad internacional.

En definitiva, no son los criptoactivos los que constituyen una amenaza per se, sino el vacío institucional que persiste en torno a su uso indebido en contextos de alto riesgo. La creciente sofisticación de los esquemas financieros utilizados para eludir sanciones, adquirir tecnología de doble uso o sostener programas de rearme clandestino revela que el fenómeno del FPADM ya no se limita a los canales bancarios tradicionales ni a operaciones estatales visibles. Hoy, estos esquemas se articulan mediante herramientas digitales legítimas que, sin la supervisión y coordinación adecuada, pueden operar en zonas grises fuera del alcance de los marcos actuales de control. 

La dimensión del problema no es menor: hablamos de una infraestructura transnacional capaz de movilizar millones de dólares en minutos sin intervención bancaria, sin fronteras y con bajos costos operativos. Esta capacidad, si no se monitorea y regula con inteligencia, puede debilitar los tratados internacionales de no proliferación y abrir una nueva era de rearme silencioso. Por ello, postergar este debate es no solo ingenuo, sino peligrosamente irresponsable. 

La comunidad internacional necesita mirar con urgencia esta realidad emergente: revisar, actualizar y fortalecer los instrumentos de control financiero a la luz del ecosistema cripto no es una opción marginal, sino una condición básica para preservar la paz, anticipar riesgos estratégicos y asegurar que la transformación digital no se convierta —por omisión— en una herramienta de desestabilización global.

Nota final: Los Oficiales de Cumplimiento no pueden seguir tratando la proliferación como un fenómeno marginal dentro de sus matrices de riesgo. El FPADM en la blockchain es una realidad que exige más que normas: demanda visión, actualización constante y voluntad institucional.

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