Bitcoin: la disidencia perfecta ¿Y si todo esto fue una simulación de la NSA? La teoría que se resiste a morir
Muchas pistas en el desarrollo de Bitcoin apuntan a lugares que muchos de sus defensores se niegan a creer.

Cuando en 2019 publiqué por primera vez el artículo sobre la posibilidad de que la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) estuviera detrás de la creación de Bitcoin, lo hice con una mezcla de cautela pero determinación dadas las evidencias que en aquél entonces había recabado. Evidentemente una pregunta incómoda puesto que muchos fanáticos de bitcoin, han tenido en su ideal que dicho activo es el vehículo disruptor liberador del sometimiento de los gobiernos, algunos expresándose como si bitcoin fuese el nuevo “salvador” de la humanidad. Por esto, no era común que alguien —desde un medio cripto, además— se atreviera a conectar a una agencia de inteligencia de un gobierno, con el nacimiento del proyecto que definió una nueva etapa del dinero digital.
La reacción fue tan predecible como reveladora: algunos lo tomaron como una provocación, otros como una posible hipótesis; pero lo cierto es que, desde entonces, el tema ha seguido creciendo. A lo largo de estos años, han surgido reportajes, hilos en redes sociales, entrevistas e incluso propuestas para llevar el tema a la pantalla. Muchas de esas piezas retomaron ideas planteadas originalmente en aquel artículo; otras, simplemente las repitieron sin mayor reflexión.
En este nuevo análisis, hago una revisión desde aquél entonces y una actualización más profunda: la misma pregunta, con nuevos elementos, nuevas fuentes y un entorno mucho más receptivo al debate. Porque si algo nos ha enseñado Bitcoin, es que nada es tan transparente como parece y que, a veces, lo más revolucionario puede tener un origen más calculado de lo que estamos dispuestos a aceptar.
Origen técnico y documental de la teoría
Hay preguntas que incomodan porque erosionan la comodidad del relato dominante. La historia oficial de Bitcoin, repetida casi como un dogma, sugiere que fue creado por un genio anónimo guiado por ideales libertarios, en reacción a la crisis financiera de 2008. Pero cuando una narrativa parece tan perfectamente construida, vale la pena examinar qué se omite.
En mi artículo de 2019, advertí sobre una serie de elementos técnicos y documentales que, lejos de reforzar el mito cypherpunk, apuntaban en otra dirección. Uno de ellos es SHA-256, el algoritmo criptográfico que sirve como columna vertebral del sistema de prueba de trabajo de Bitcoin. Ese algoritmo no fue diseñado por Satoshi, fue desarrollado y publicado por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) en el año 2001. Aunque su implementación es pública y auditada, lo que siempre me llamó la atención —y que entonces señalé— es la falta de transparencia sobre por qué se eligió exactamente esa versión, y por qué su estructura resulta tan perfectamente adaptable a lo que años después se convertiría en Bitcoin.
Otro indicio significativo que incluí en aquella investigación fue un documento publicado en 1996, bajo el título How to Make a Mint: The Cryptography of Anonymous Electronic Cash. El texto fue elaborado por un grupo de criptógrafos vinculados a la propia NSA y, aunque no gozó de demasiada difusión en su momento, hoy resulta imposible pasarlo por alto. Lo que se presenta ahí no es una simple reflexión teórica, sino una propuesta funcional de lo que más tarde se formalizaría como blockchain: un sistema de dinero electrónico descentralizado, anónimo, basado en firmas digitales encadenadas y sin intervención bancaria. El diseño conceptual de Bitcoin —incluso antes de que se conociera ese nombre— ya estaba delineado en ese documento. Hablaban de claves públicas y privadas, de mecanismos para proteger la identidad del usuario sin renunciar a la validación colectiva, y de cómo resolver las tensiones entre privacidad y auditabilidad. No eran ideas vagas, eran protocolos pensados, escritos y modelados por una institución con décadas de experiencia en criptografía y guerra de información.
Releer ese documento con atención produce una sensación difícil de ignorar: si Bitcoin no fue creado directamente por la NSA, al menos se construyó sobre planos que la propia agencia ya había trazado. Y esto se vuelve aún más inquietante si se lo contrasta con otra fuente, completamente opuesta en su origen, pero sorprendentemente similar en su visión: The Cyphernomicon, de Timothy C. May.
Tim May, físico, criptógrafo y figura clave del movimiento cypherpunk, escribió ese extenso compendio de ideas en 1994. No es un paper técnico, sino un manifiesto ideológico. En sus páginas, May expone una visión radical: un mundo en el que las personas puedan comunicarse, comerciar y organizarse sin la mediación ni vigilancia del Estado. La herramienta para lograrlo sería la criptografía. Su famosa declaración —“la criptografía es el ecualizador definitivo del poder”— no era una frase poética, sino una tesis política. Hablaba de dinero no rastreable, de contratos autoejecutables, de redes de información resistentes a la censura y de soberanía tecnológica individual. En otras palabras: de muchas cosas que, tiempo después, Bitcoin permitiría.
Lo fascinante —y también perturbador— es que tanto How to Make a Mint como The Cyphernomicon describen esencialmente el mismo tipo de sistema: un entorno donde las personas pueden realizar transacciones sin depender de bancos, donde la identidad se resguarda mediante criptografía, y donde la confianza no se delega a instituciones, sino que se distribuye en el propio protocolo. La diferencia está en la intención, uno lo plantea desde un marco libertario, casi revolucionario; el otro, desde una institución gubernamental con poder de vigilancia global.
Este paralelismo no es menor, mientras los cypherpunks escribían manifiestos, compartían ideas en listas de correo y soñaban con un nuevo orden digital, la NSA redactaba informes que, en esencia, anticipaban las mismas soluciones. No se trataba de inspiración casual, eran desarrollos paralelos pero profundamente interconectados. La posibilidad de que el Estado no solo conociera estos avances, sino que incluso los modelara antes de que se hicieran públicos, en la actualidad no suena descabellada.
Y aquí es donde la pregunta cambia de forma. Ya no se trata únicamente de si la NSA creó Bitcoin. La cuestión es si el Estado fue, en algún punto, consciente de que ese tipo de sistema surgiría inevitablemente, y decidió adelantarse. Ya sea para controlarlo, para ensayarlo o, incluso, para liberarlo deliberadamente bajo una narrativa distinta. Tal vez, como un experimento. Tal vez, como una herramienta estratégica. Tal vez, simplemente, como una forma de ver hasta dónde podía llegar la descentralización antes de que se volviera ingobernable.
Lo que me sigue pareciendo ineludible es que muchas de las piezas fundamentales que dieron forma a Bitcoin estaban disponibles, antes que en los círculos libertarios, dentro del aparato técnico del Estado. Esto no niega la influencia ni el mérito del movimiento cypherpunk. Pero sí obliga a aceptar que el origen de Bitcoin no es tan unilateral como se nos ha querido hacer creer. Porque si el diseño lleva en su código una intención —y eso lo sabía bien Satoshi—, entonces también debemos mirar con atención a quienes ya conocían ese diseño antes de que el mundo supiera siquiera qué era una blockchain.
¿Es esto una prueba? No. ¿Es una coincidencia notable? Sí. Y cuando se suman varios indicios como estos, el contexto deja de parecer casual y empieza a dibujar un patrón.
¿Casualidad o diseño? Las huellas de una creación quirúrgicamente planificada
Mientras más se estudia el origen de Bitcoin, más difícil resulta sostener la idea de que fue una creación espontánea. Hay un nivel de precisión en su diseño y en el momento exacto de su aparición que sugiere un plan deliberado, ejecutado con una disciplina que rara vez se observa en desarrollos informales. La narrativa del programador anónimo guiado por ideales libertarios ha funcionado bien durante años, pero comienza a desmoronarse frente a ciertos hechos objetivos.
El dominio bitcoin.org fue registrado el 18 de agosto de 2008, semanas antes del colapso de Lehman Brothers y del estallido definitivo de la crisis financiera. En ese momento, aún no existía el whitepaper, no había código publicado, no había comunidad organizada; sin embargo, ya se había asegurado el nombre. Dos meses más tarde, el 31 de octubre, el whitepaper fue difundido, justo cuando los titulares sobre rescates bancarios y la quiebra de confianza en el sistema financiero tradicional inundaban la prensa. La sincronía entre el desplome del orden económico y la aparición de una alternativa criptográfica no puede explicarse únicamente como una coincidencia afortunada.
Pero lo más simbólico fue el mensaje que Satoshi —o el equipo detrás del seudónimo— colocó en el bloque génesis: “The Times 03/Jan/2009 Chancellor on brink of second bailout for banks”. No se trata de una marca de tiempo, es una declaración política, cuidadosamente insertada para documentar el contexto en que nace la red. Ese bloque no contiene transacciones, no puede gastarse y, sin embargo, permanece allí como un manifiesto codificado. Su función es narrativa, no técnica, es la base simbólica de una arquitectura ideológica.
Resulta también significativo que Satoshi nunca haya revelado su identidad y que, tras un periodo de participación en listas de correo y foros, desapareciera sin dejar rastros verificables, ni errores gramaticales, ni filtraciones, ni testimonios creíbles ¡nada! Y sin embargo, se estima que las direcciones asociadas a su actividad inicial acumulan más de un millón de bitcoins nunca movidos. Ni una sola fracción de ese capital ha sido gastada o transferida, esa reserva inmóvil —equivalente a decenas de miles de millones de dólares— parece cumplir una función silenciosa, estratégica y no meramente personal.
Tampoco es menor el hecho de que Bitcoin tenga un límite absoluto: 21 millones. Esa decisión que muchos interpretan como una genialidad monetaria, también puede verse como un diseño con connotaciones ideológicas profundas. Limitar la emisión es, en la práctica, una declaración contra el modelo inflacionario de los bancos centrales, pero también puede ser una forma de introducir un instrumento deflacionario con consecuencias controladas, medibles y previsibles algo que —desde una perspectiva de gobernanza supranacional— podría ser incluso funcional para experimentos de política monetaria alterna.
Frente a este conjunto de elementos —la elección del momento histórico, la precisión del diseño, la narrativa incrustada, la ausencia total del autor, la acumulación intacta de tokens, la escasez programada— surge una hipótesis que ya no puede ser desechada a la ligera: ¿y si Bitcoin no fue una rebelión espontánea, sino una disidencia controlada?
En términos operativos, una disidencia controlada es una estrategia donde se permite —o incluso se fabrica— un canal alternativo para contener, dirigir y monitorear la inconformidad. Se ofrece una salida aparente al sistema, pero bajo términos que han sido definidos por el propio sistema. Bitcoin, desde esta óptica, habría sido el canal perfecto para canalizar el malestar creciente contra las finanzas tradicionales. Se presenta como antisistema, pero su diseño modular, público y perfectamente auditable permite rastrear con precisión los movimientos de capital. Se le atribuye anonimato, pero en la práctica es pseudónimo puesto que todo queda registrado y todo puede ser observado si se tiene la capacidad técnica y la motivación institucional.
Un gobierno, o más probablemente un grupo dentro del aparato estatal, podría tener varias razones para crear algo como Bitcoin. En primer lugar, como laboratorio para estudiar el comportamiento de los mercados bajo una arquitectura descentralizada. En segundo lugar, como antídoto contra la proliferación de propuestas verdaderamente incontrolables, como los sistemas de efectivo digital anónimo basados en firmas ciegas o mezcladores opacos. En tercer lugar, como ensayo de una futura transición hacia modelos monetarios post-fiat, donde el control ya no se ejerce desde la emisión, sino desde la infraestructura de validación y los puntos de entrada y salida regulados.
Pero existe también una hipótesis menos discutida, aunque no por ello menos relevante: la posibilidad de que Bitcoin haya sido creado como un vehículo de financiación alternativa. Un mecanismo semianónimo y técnicamente sofisticado para movilizar fondos fuera del sistema bancario convencional. En escenarios donde las sanciones internacionales, los embargos o los conflictos geopolíticos limitan las rutas financieras tradicionales, Bitcoin ofrece una vía paralela. No es del todo opaca, pero tampoco es completamente rastreable si se emplea con conocimientos técnicos adecuados. Su uso en transacciones de alto perfil, incluidas operaciones vinculadas a ransomware, inteligencia, narcotráfico y zonas de guerra, no ha pasado desapercibido.
En ese sentido, Bitcoin podría haber sido pensado como un canal flexible para operaciones encubiertas: una moneda de escape, diseñada no tanto para el ciudadano común, sino para quienes necesitan mover recursos sin dejar una línea directa con la infraestructura bancaria global. No sería la primera vez que una tecnología se lanza al público como experimento masivo mientras cumple, en paralelo, una función estratégica invisible. La criptografía misma —como historia y como disciplina— nació precisamente en ese cruce entre lo militar, lo civil y lo clandestino.
Si uno ve a Bitcoin no como un producto individual, sino como una herramienta de largo alcance, inserta en un momento clave de reconfiguración global, entonces su silencio institucional cobra sentido. El sistema se autoejecuta, el relato se sostiene solo, y quienes podrían haber estado detrás ya no necesitan intervenir. El código, como dijo alguna vez Tim May, no tiene lealtades pero quienes lo escriben, sí.
Epílogo: lo que no se dice, pero se ejecuta
Bitcoin no necesita defenderse, está ahí, funciona. No lo destruyó ningún banco central, no lo apagó ninguna agencia, no lo quebró ningún ataque coordinado; sin embargo, su origen sigue envuelto en una niebla espesa donde casi todo lo que importa se deja fuera de la versión popular. Lo que se ha contado sobre su nacimiento es simple, casi infantil: un héroe anónimo, una idea brillante, una comunidad comprometida, una tecnología liberadora. Pero los sistemas que cambian el mundo no suelen emerger así.
Lo que este artículo ha planteado no son respuestas definitivas, sino las preguntas que la narrativa dominante evita formular. ¿Por qué una tecnología tan pulida apareció justo en el momento histórico más propicio? ¿Por qué su autor no cometió ni un solo error que permitiera rastrearlo? ¿Por qué sigue sin tocar una fortuna incalculable? ¿Por qué ese código, aparentemente antisistema, se adapta tan bien a la lógica de la trazabilidad total? ¿Por qué su arquitectura combina anonimato parcial con vigilancia perfecta?
Cuesta aceptar que algo tan complejo haya sido obra de una sola mente aislada. Cuesta aún más aceptar que haya nacido sin intención, sin cálculo, sin diseño geopolítico. La historia de Bitcoin está marcada por silencios demasiado convenientes, por ausencias demasiado funcionales, por decisiones demasiado perfectas. Y en ese perfeccionismo —en esa exactitud quirúrgica— hay algo que no encaja con la espontaneidad libertaria que se le atribuye.
Quizá nunca sepamos quién estuvo detrás y la verdad es que ya no importa, pero lo que sí importa es que, si fue el sistema quien lo creó, también fue el sistema quien lo dejó crecer, y si esa disidencia fue sembrada deliberadamente, entonces el verdadero control no está en su código, sino en su relato porque lo más sofisticado no es vigilar, es hacerte creer que eres libre mientras te mueves dentro de una jaula que tú mismo elegiste.